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ANGELES, YA NO PODREMOS DORMIR

por Matías Manuele

I.    Cuando se trata de la Historia, hay cartoneros y cartoneros. Hay acumuladores compulsivos, coleccionistas de nimiedades, profesionales de la restauración de lo inútil y el reciclaje de lo innecesario. Son boticarios del pasado que atiborran anaqueles de platería en desuso, juguetes incompletos, electrónica perimida. Ferreteros del pasado en un orgiástico bazar de “restos de restos”.
Pero también están los otros, sesudos arqueólogos de la basura historiográfica buscando meticulosamente las piezas de un rompecabezas escatológico. Como Holmes del tiempo, estos cartoneros seleccionan los restos desde elucubrada  disposición pueda leerse el relato de Una Historia. Ingenieros del bricollage con esquirlas del tiempo.
De la radicalidad de un Foucault al vintage de La Cámpora, de “Tierra de los Padres” a “Graduados”, la pregunta que mueve a estos recolectores del tiempo es una y la misma: el lugar en la historia. Una pregunta, como observó alguien en la presentación de “Restos de Restos”, que de tan interesante es prácticamente estéril. La pregunta es por el pensamiento generacional, y vamos a reformularla de forma particular. Quiero preguntar ¿a quién le habla Prividera?

II.   En primer lugar, el más evidente, Prividera le habla a la Historia. Pero le habla a la Historia no desde las historias, como lo viene haciendo ese revisionismo de cartoneros de shopping e hipermercado; sino desde la propia Historia, desde las propias palabras de la Historia. Palabras que son restos y que Prividera, como un cartonero de la memoria, rescata, indica y zurce en un conjunto que simula una nueva vieja trama.
Pero se devora a si mismo porque el recorrido acaba allí,
Pero este gesto tiene un límite, porque si los restos del lenguaje parecen disponerse en un trama, la urdimbre de los mismos se ahoga en los 70. No hay voces después de Aramburu. La Historia tiene fecha de vencimiento. Es hasta allí donde llegan los textos de nuestro pasado, porque es allí quiere exhibirse esa disputa entre los dos relatos de la historia: el de vencedores y vencidos.  Quizás por eso, el vuelo estético parece agotarse en el mismo maniqueísmo que el del Eternauta/Néstornauta: tilingos y guarangos como matriz del pensamiento nacional. Con la salvedad que, al ser  una revisión de las letras, al menos descubrimos viejas voces olvidadas (el lugar de Alberdi en las Cartas Quijotadas contrasta con el maniqueo festejo del día del Abogado Militante vs. El Día del Abogado Liberal).

III.  En segundo lugar, el recorrido de Tierra de los padres es un intento de refundación generacional. Los elegidos para alzar la voz son  nacidos en los años en que las voces callaron. No son ahora las voces de la Historia, sino las voces que la Historia calló. La Historia tiene fecha de vencimiento, se agota en el mismo instante en que nosotros, como generación, nos inscribimos.
En este nivel, Prividera le habla a una generación que no ha podido alzar una voz propia, atrapada justamente en las voces de los padres. Prividera le reclama a una generación enarbolar una palabra, pero ella misma los come por dentro. Revolución. Porque esa palabra se ha develado descarnadamente en la historia argentina bajo otra (derrota). Y se ha encarnado veladamente en las biografías argentinas como la innombrable: muerte. Por eso, silencio.

IV.En un tercer nivel, el texto de Prividera dialoga desde un sector generacional particular, el de los Hijos. Que es en realidad un diálogo con los padres.
El gesto final de Prividera, el travelling que va de la Recoleta al Rio de la Plata, de un cementerio a otro, trajo a mi memoria la frase de una compañera que dirige un espacio de memoria en Berlín. Terminado un encuentro con ella y presto a recorrer la ciudad me dijo “vos paséate por Berlín, vas a ver sus parques y plazas, pero acordate que allí donde hay un verde pudo haber una sinagoga”. Elke, ese es su nombre, me robó Berlín. Prividera nos roba el Rio.
El ángel de la historia, ese que Prividera cree hacer volar en la escena final, se devela entonces como el Ángel Exterminador(1): casta clausurada en la imposibilidad de salir de la habitación-lenguaje que ella misma ha creado.
Esta memoria colonizadora y psicópata que debe traducir todo los sentidos (acontecimiento, creaciones, poesías) a la luz del maniqueo Comisario de la Historia, merece y exige de esta generación que encarne el  último gesto. Eso, debemos llamarnos a un agonal y postrimero gesto histórico y sentarnos como generación a expiar las culpas de los otros: “Subversivos”, simpatizantes, tímidos e indiferentes. Debemos como generación consumirnos heroicamente en un gesto de derrota total, una derrota frente al lenguaje, frente a los textos de la Historia que han callado ahora para nosotros.
(1) En relación a la película de Luis Buñel

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