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FATHERLAND Y LA DESTRUCCIÓN DEL PASADO

por Fernando Alfón

    A fines de 2009, un columnista periódico encaró, con ansias de evaluar la primera década del siglo XXI, una serie de denuncias en torno al tiempo presente. Eran tan similares a las que hiciera Ricardo Rojas en La restauración nacionalista, justo un siglo atrás, que fui por una relectura de estas últimas: alertan a la población por la disolución de los viejos núcleos morales, la indiferencia de la época, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción moral del idioma, el desconocimiento de las cuestiones nacionales, la falta de solidaridad, el ansia desmedida de riqueza, el culto a las jerarquías innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por el exotismo, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos... Rojas estaba persuadido de que había un tiempo mejor que el presente: el pasado.
      Pero el siglo XIX también tuvo sus detracciones, entre las que alista la broma de Borges, que le reprochó haber engendrado el XX. El siglo XIX, antes, había hablado muy mal del XVIII. Montaigne condenó su siglo, el XVI, al que encontró desgraciado y mediocre, además de cruel y despiadado. El XV tampoco debió de ser muy bueno, a juzgar por los versos que Jorge Manrique dedica a su padre, aquellos de que: «cualquier tiempo pasado / fue mejor». Y más atrás, durante el XIV, el XIII, abunda el malestar, cuando más nos adentramos en la Edad Media, que supo, como ninguna otra edad —poblada de inquisidores, monstruos antropófagos, asesinatos en masa y cavernas endemoniadas— cosechar juicios adversos que se plasman, a veces, en la forma alternativa con que luego se la acostumbró a llamar: Edad Oscura.
    Más atrás, Horacio escribió: «¿Qué es lo que no altera el curso destructor del tiempo? Nuestros padres, peores que nuestros abuelos, han engendrado hijos todavía peores, que engendrarán una posteridad aún más depravada.» (Odas, III, VI.)
      No vayamos más atrás, en busca de alguna época que hiciera buena fama a su presente, pues ni siquiera lo vamos a hallar en el Antiguo Testamento, lugar donde se consagra de manera bíblica aquello de que todo tiempo pasado siempre fue mejor (Eclesiastés, 7, 10).
     Ahora bien, si los hombres añoraron siempre un tiempo anterior, sistemáticamente fueron refutados, pues al consultar esos tiempos añorados vemos que siempre hubo quien añorara un tiempo aún más anterior. Es esta, digamos, una refutación por vía de documentación, de ejemplos. Schopenhauer ensayó una más filosófica, que prescinde de los archivos, pues todos los tiempos sucedían, para él, en un solo tiempo, y todas las quejas que los grandes hombres lanzan contra su siglo es siempre la misma queja, porque lo que es siempre lo mismo y no cambia es la especie humana (El mundo como voluntad y representación 1819, cap. 49). Hay otra explicación, quizá más sociológica: involucra el problema del mito. La menciono de la siguiente manera.
    Todo presente se sospecha degradado, sin que corra peligro el acto de sospechar del presente. ¿Qué tipo de pasado se imagina, entonces, cuando lo que no cambia es el prestigio que ese tiempo remoto ostenta? Una primera respuesta, una que salta a la vista, es que se habla de un pasado imaginado, un pasado arquetípico. Veamos.
    Toda época imagina un modelo para ser vivida. Esos modelos difícilmente se encuentren en el presente, porque es a quien se ve de cerca, a quien se intenta conjurar. Así, el pasado se presta como modelo porque es modelable. Del pasado, los pueblos, suelen solo tomar lo que desean recordar, y aquello que desean es aquello que más estiman, aquello que termina en mito.  El presente se ilumina con la luz que proviene de los mitos. El tiempo borra, a menudo, la «indignidad» de la historia y conserva solo un relato inspirador. Suele suceder esto con los héroes, de quienes olvidamos sus máculas para que crezcan sus hazañas, únicas capaces de convertirse en ejemplares. Todo héroe es una construcción inspiradora. O dicho de otro modo, no son contradictorios. El pasado, luego, comienza a gozar de un prestigio que no se concede al presente; y a menudo se refuerza el prestigio del pasado a costa de mancillar el presente, suma de todas las desavenencias. Los pueblos avanzan, paradójicamente, mirando hacia atrás. Construyen un futuro idílico sobre un idílico pasado, para sobrellevar la brutalidad del presente. De poco sirve que el historiador humanice el pasado; los pueblos sospechan de la historiografía que maltrata al panteón sobre el que más se reza e implora.
  Aquí radica, estimo, la fuerza del mito todo tiempo pasado fue mejor; es una imaginación del pasado que actúa en el presente. Es el presente que se imagina a sí mismo con retazos arqueológicos. El ayer se fragúa en los talleres del hoy; de aquí que solo pueda ser presente, porque en tanto no se haga presente no pervive. Todo presente, así, tiende a la repetición y reincide, por ejemplo, en creer que vive cosas que son inéditas. El presente se da ánimo con el pasado, y este se sienta gustoso a la mesa en la que sirve de consuelo.
    Pues bien, este mito, cuyo prestigio queda demostrado y sus ejemplares se erigen en los cementerios, es destrozado por Prividera en su última película, para quien el pasado no es un dechado de bondades y la historia nacional es un busto —como dirá Axat— que hay que degollar.

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